"El Último Rincón del Universo" por Ricardo Martínez Cantú


La construcción del megascopio implicó décadas de arduo trabajo de innumerables generaciones de astrónomos que se constituyeron en una nueva hermandad hermética como las de la antigüedad.

Las lentes monumentales de este prodigio de la óptica, cada una mayor que la anterior, no eran de ningún material tangible -natural ni artificial-, sino lentes virtuales cuánticas, integradas por corrientes circulares de átomos traslúcidos moviéndose en forma semejante a como se mueven los sistemas planetarios en una galaxia, precisamente lenticular. La primera de ellas -la menos desmesurada- fue situada sobre el polo norte de la Luna; las cuatro restantes fueron puestas, respectivamente, en la misma ubicación de Marte, Júpiter, Saturno y Neptuno. Urano y Plutón no entraron en el proyecto: el primero por su eje caído y el segundo por su atípico plano orbital.

Una vez construido el artefacto, fue necesaria una espera de centurias a fin de que llegara la ocasión adecuada; el preciso momento cuando la Luna y los planetas que integraban el megascopio se formaran en línea recta, de manera que sus respectivas lentes quedaran colocadas una tras otra, y alineadas -a su vez- con el telescopio que orbitaba la Tierra y que, a pesar de ser el mayor telescopio jamás construido por el hombre, había sido bautizado con el irónico nombre de El pedazo porque -de acuerdo con el plan para el que fue diseñado- era sólo eso y nada más.

Ahora -tras ese prolongado tiempo de preparación- Tarco Renero esperaba impaciente el arribo del minuto señalado. El gran acontecimiento estaba a punto de ocurrir. Para esta precisa misión había sido capacitado desde su nacimiento, si no es que desde su misma concepción. Los miles de generaciones de astrónomos de la hermandad que le precedieron habían encaminado todos sus esfuerzos al logro de la meta que él estaba a punto de alcanzar: observar el otro lado del universo. La verdad iba a hacerse patente. En cuestión de segundos sabría, por fin, cuál habría de ser la imagen que el megascopio revelaría -a través de su intermediación- a toda la humanidad.

¿Sería acaso el panorama del borde universal alejándose desbocado? ¿Miraría quizás el potente estallido y la violenta expansión inicial del legendario big bang? ¿Observaría, por el contrario, un desierto sideral donde aparecería -súbito y de la nada- el primer electrón? ¿Vería tal vez el rostro de Dios en el instante de pronunciar las palabras creadoras...?

Cuando, por fin, llegó la hora cero y Tarco se asomó al ocular del megascopio, al principio no logró identificar el objeto enfocado. Luego se dio cuenta de que era, ni más ni menos, su propia nuca.