La puerta no se abría, no, no, no se abría.
Y entonces le llegó la voz de Dick Hallorann, tan de pronto e inesperadamente, tan calmada, que sus atenazadas cuerdas vocales se distendieron y el chico empezó a llorar débilmente, no de miedo sino de bendito alivio.
(No creo que puedan hacerte daño... son como las figuras de un libro... cierra los ojos y desaparecerán.)
Los párpados se le cerraron. Las manos se le contrajeron en puños. El esfuerzo de la concentración le encorvó los hombros:
(Nada ahí nada ahí ahí nada en absoluto NADA AHÍ ¡NO HAY NADA!)
El tiempo pasó. Y cuando empezaba a relajarse, a entender que la puerta no debía tener llave y que podía irse, entonces las manos sumergidas durante años, hinchadas, hediondas, se le cerraron suavemente en torno del cuello y lo obligaron implacablemente a darse la vuelta para mirar el rostro morado de la muerte. 



Stephen King (El resplandor, 1977)