Las enroscadas aventuras del payaso Durazno (Gustavo Sidlin)


























Había una vez un niño
que creció y decidió ser un payaso.
Una decisión inquietantemente subversiva para un heredero de suntuosas noblezas patriarcales. Un príncipe que abandonó la herencia de su trono para ir a aprender las fanfarrias de los bufones traviesos.
Indagando las sombras de su naturaleza fue como pudo deshacerse de ellas; iluminándolas con risas de ángeles en zapatillas manchadas por los barros de los barrios de las periferias del planeta.
Exacerbando al máximo las limitaciones de sus torpezas, así como también los puntos más excelsos de su naturaleza.
Invirtiendo los sentidos de los significados de las cosas, moviéndose alrededor del vacío absoluto, para llenarlo de universos imaginarios que regala a un público robado, capturado, ganado, merecido, en las plazas, en las ferias, en sótanos culturales clandestinos, cumpleaños de quince, comedores bonaerenses, granjas anarquistas, sindicatos izquierdosos, hogares de ancianos, casas okupas, asambleas populares, colectivos, trenes, esquinas.
Valija de permanente viajero,
destino incierto de espíritu nómade.
Embajador de lo imposible,
prestidigitador inexperto,
poeta inconforme,
orador silente,
vendedor de feria,
ladrón de sonrisas,
hacedor de sueños.
Vendiendo su alma por unas monedas a ángeles y demonios.
Payaso triste.
Payaso alegre.
Bufón flautista de ratas ciegas
Espejo distorsionado
devolviéndole una imagen grotesca a la belleza.
Transformando las cosas más banales en majestuosas tragedias.
Exagerando.
Distorsionando.
Invirtiendo.
Con el estandarte de la pureza del juego del niño,
que para no morir se esconde detrás de una pequeña mascara roja,
con la que logra burlar a la muerte.